Nuestra sociedad y, en concreto, la escuela han priorizado hasta
finales del siglo XX los aspectos intelectuales y académicos de los alumnos
convencidos de que los aspectos emocionales y sociales pertenecen al plano
privado y, en este sentido, cada individuo es responsable de su desarrollo
personal. El siglo XXI nos ha traído una nueva forma de ver la realidad
más diversa sobre el funcionamiento de las personas y estamos tomando
conciencia de forma lenta, aunque progresiva, de la necesidad de que la educación
de los aspectos emocionales y sociales sean atendidos y apoyados por la
familia, pero también de forma explícita por la escuela y la sociedad.
La literatura más reciente ha mostrado que las
carencias en las habilidades de inteligencia emocional afectan a los
estudiantes dentro y fuera del contexto escolar (Brackett,
Rivers, Shiffman, Lerner y Salovey, 2006; Ciarrochi, Chan y Bajgar, 2001;
Extremera y Fernández-Berrocal, 2003; Mestre y Fernández-Berrocal,
2007; Sánchez-Núñez, Fernández-Berrocal, Montañés y Latorre, 2008;
Trinidad y Johnson, 2002).
La carencia de inteligencia emocional provoca o facilita la aparición de problemas de conducta entre los estudiantes afectando al rendimiento académico y apareciendo conductas disruptivas. Pero, ¿es posible educar la inteligencia emocional? Sí, y se ha convertido en una tarea necesaria en el ámbito educativo, y la mayoría de padres y docentes consideran primordial el dominio de estas habilidades para el desarrollo evolutivo y socioemocional de sus hijos y alumnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario